Luz, oscuridad y todo lo que hay por medio
Sostenía sus propias manos con elegancia y delicadeza, mientras en
una de ellas llevaba un ramo de flores blancas. Vestida de negro y
con traje formal, encontrándose de pie frente al ataúd, situado
delante de la ventana. Toda la sala estaba teñida de naranjas
brillantes, ya que el sol finalmente comenzaba a ponerse y solo la
luz de la ventana permitía ver al pequeño grupo de familiares allí
reunidos. No se murmuraban conversaciones, todos hablaban alegremente
de que por fin la anciana se había ido al infierno.
Sin embargo,
solo había una figura que lloraba mientras miraba el cuerpo de su
abuela. Elizabeth se quedó allí de pie, mirándo el cuerpo cubierto
de un sinfín de flores blancas. Sintiendo la opresiva mezquindad de
la reunión. Nadie más que ella se preocupaba por la mujer que
acababa de dejarlos.
Era una fiesta para todos menos para
ella.
—...Uf.
Su madre se dio cuenta de que estaba rígida
y se acercó a ella, poniendo su mano sobre el hombro de la
chica.
—Cielo. —Comenzó, suavemente. —Tienes que dejarla
ir.
—¿Como lo habéis hecho todos vosotros?
El toque se
convirtió en un agarre tenso.
—Por favor, no empieces otra
vez. Siempre has sido una chica tan buena....
Elizabeth frunció
los labios mientras miraba a su madre.
PLAF.
—¡Vigila
tu boca, so furcia!
Todos los familiares miraron la escena,
sorprendidos, pero sin extrañarse de que eso sucediese. Su tío se
acercó rápidamente para ver cómo estaba la mujer. Las
conversaciones se detuvieron y solo quedó un silencio
sepulcral.
—¿Qué, necesitas que tu propio hermano venga a
rescatarte? Como no. —Elizabeth miró a su madre. —Igual que
necesitas que él te compense todo lo que mi padre nunca te dio,
¿eh?
—¿Desde cuándo tú...? —El hombre se apartó
torpemente. —¿Se lo has contado...?
—¡No lo he hecho! —Su
madre la miró. —¡Eli! ¡Para!
—Tú te callas, puta
incestuosa. Intentaste dejar morir a tu propia madre en lugar de
ayudarla. Solo quejas y más quejas, pero nunca la llevaste a un
psiquiatra si tanto te preocupaba su bienestar.
—Elizabeth. —La
mujer se quedó quieta. —Ella te metió esas ideas en la cabeza
desde que eras niña.
—¿Ideas? ¿Qué ideas? —Elizabeth se
inclinó hacia el cadáver de su abuela y dejó el ramo sobre su
pecho. —¿Que ser nazi mola cantidubi? Bueno, quizá tenía razón.
Porque prefiero ser una nazi que la hija de una
puta.
—¡Elizabeth!
—Que te jodan. A ti y a todos los
demás.
—Te vas a arrepentir de haber tomado este
camino.
—Tendré tiempo para lamentarme más tarde.
Sus
manos alcanzaron las del cuerpo embalsamado de la mujer y las tocó.
Por supuesto, no había calor alguno. Pero la anciana compartió todo
el que que su propia madre no le compartió. O más bien, eso era lo
que Elizabeth había sido educada para creer. Por eso no lo pensó
dos veces cuando agarró la metralleta con silenciador que estaba
escondida junto al cadáver y empezó a disparar.
El crepúsculo
se posó en el interior de la habitación, postrando un cuadro de
naranjas y rojos que cubría toda la sala de cadáveres, mientras
Elizabeth lo observaba todo sonriendo.
—Oye, abuela.... —Se
ladeó y se sentó en el borde de la mesa del ataúd. —Tenías toda
la razón. Perder la virginidad no está tan mal.
Se rió
sonoramente.
***
—El de la derecha.
—Claro,
claro. Elizabeth cogió el libro y se lo dio a Emil. —¿Por
qué no creces de una vez, maldito pitufo? —Elizabeth se sentó en
la mesa para retomar su lectura mientras Emil se sentaba en el lado
opuesto, correcta y pulcramente en una silla. —No he venido aquí
para hacer de niñera.
Se concentró en el libro y ambos
permanecieron en silencio durante un largo rato.
El reloj marcó
una nueva hora con un tac.
—¿Por qué te uniste a las
divisiones? —Le nació preguntar Emil. —Apenas eres unos años
más joven que yo, ¿no?
—Eh... —Bostezó y lo miró. —¿Es
acaso eso relevante, o...?
—Bueno... es que eres demasiado
amable.
Elizabeth golpeó la mesa con el libro. Emil se
sobresaltó y la vio levantarse. Sintió la navajada que era su
mirada y mantuvo la boca cerrada. Ella debió de pensar que había
sido demasiado y se limitó a sonreír. Se alegró de que hubiera
surtido efecto en él. Y luego respondió con ternura.
—No
sabes absolutamente nada de mí.
—Pues... Desde luego que no.
—Se encogió de hombros. —Pero es que no encajas en el perfil de
alguien que es nazi ni que viene aquí a cometer crímenes de guerra de
gratis.
—¿Acaso no soy lo suficientemente supremacista para
ti? ¿Tengo que empezar a insultarte para que entiendas lo repugnante
que me resulta tu presencia?
—Ya lo haces. —Apartó hacia un
lado el libro que ella le había alcanzado, La Celestina.
—Eres un puto moro descarado de mierda.
—Pues bien que
tardas nada en engolliparte con mi polla mora, chiquilla.
Solo
después de que ella le tirara un par de libros, le gritara una sarta
de insultos raciales con rabia y se marchara dando un portazo que
casi rompió el marco de la puerta, dejando a Emil solo, este se
permitió esbozar una pequeña sonrisa.
—Qué chica tan agradable.