Interludio 2

Luz, oscuridad y todo lo que hay por medio




 

    Sostenía sus propias manos con elegancia y delicadeza, mientras en una de ellas llevaba un ramo de flores blancas. Vestida de negro y con traje formal, encontrándose de pie frente al ataúd, situado delante de la ventana. Toda la sala estaba teñida de naranjas brillantes, ya que el sol finalmente comenzaba a ponerse y solo la luz de la ventana permitía ver al pequeño grupo de familiares allí reunidos. No se murmuraban conversaciones, todos hablaban alegremente de que por fin la anciana se había ido al infierno.

    Sin embargo, solo había una figura que lloraba mientras miraba el cuerpo de su abuela. Elizabeth se quedó allí de pie, mirándo el cuerpo cubierto de un sinfín de flores blancas. Sintiendo la opresiva mezquindad de la reunión. Nadie más que ella se preocupaba por la mujer que acababa de dejarlos.

    Era una fiesta para todos menos para ella.

    —...Uf.

    Su madre se dio cuenta de que estaba rígida y se acercó a ella, poniendo su mano sobre el hombro de la chica.

    —Cielo. —Comenzó, suavemente. —Tienes que dejarla ir.

    —¿Como lo habéis hecho todos vosotros?

    El toque se convirtió en un agarre tenso.

    —Por favor, no empieces otra vez. Siempre has sido una chica tan buena....
Elizabeth frunció los labios mientras miraba a su madre.

    PLAF.

    —¡Vigila tu boca, so furcia!

    Todos los familiares miraron la escena, sorprendidos, pero sin extrañarse de que eso sucediese. Su tío se acercó rápidamente para ver cómo estaba la mujer. Las conversaciones se detuvieron y solo quedó un silencio sepulcral.

    —¿Qué, necesitas que tu propio hermano venga a rescatarte? Como no. —Elizabeth miró a su madre. —Igual que necesitas que él te compense todo lo que mi padre nunca te dio, ¿eh?

    —¿Desde cuándo tú...? —El hombre se apartó torpemente. —¿Se lo has contado...?

    —¡No lo he hecho! —Su madre la miró. —¡Eli! ¡Para!

    —Tú te callas, puta incestuosa. Intentaste dejar morir a tu propia madre en lugar de ayudarla. Solo quejas y más quejas, pero nunca la llevaste a un psiquiatra si tanto te preocupaba su bienestar.

    —Elizabeth. —La mujer se quedó quieta. —Ella te metió esas ideas en la cabeza desde que eras niña.

    —¿Ideas? ¿Qué ideas? —Elizabeth se inclinó hacia el cadáver de su abuela y dejó el ramo sobre su pecho. —¿Que ser nazi mola cantidubi? Bueno, quizá tenía razón. Porque prefiero ser una nazi que la hija de una puta.

    —¡Elizabeth!

    —Que te jodan. A ti y a todos los demás.

    —Te vas a arrepentir de haber tomado este camino.

    —Tendré tiempo para lamentarme más tarde.

    Sus manos alcanzaron las del cuerpo embalsamado de la mujer y las tocó. Por supuesto, no había calor alguno. Pero la anciana compartió todo el que que su propia madre no le compartió. O más bien, eso era lo que Elizabeth había sido educada para creer. Por eso no lo pensó dos veces cuando agarró la metralleta con silenciador que estaba escondida junto al cadáver y empezó a disparar.

    El crepúsculo se posó en el interior de la habitación, postrando un cuadro de naranjas y rojos que cubría toda la sala de cadáveres, mientras Elizabeth lo observaba todo sonriendo.

    —Oye, abuela.... —Se ladeó y se sentó en el borde de la mesa del ataúd. —Tenías toda la razón. Perder la virginidad no está tan mal.

    Se rió sonoramente.

    ***

    —El de la derecha.

    —Claro, claro. Elizabeth cogió el libro y se lo dio a Emil. —¿Por qué no creces de una vez, maldito pitufo? —Elizabeth se sentó en la mesa para retomar su lectura mientras Emil se sentaba en el lado opuesto, correcta y pulcramente en una silla. —No he venido aquí para hacer de niñera.

    Se concentró en el libro y ambos permanecieron en silencio durante un largo rato.

    El reloj marcó una nueva hora con un tac.

    —¿Por qué te uniste a las divisiones? —Le nació preguntar Emil. —Apenas eres unos años más joven que yo, ¿no?

    —Eh... —Bostezó y lo miró. —¿Es acaso eso relevante, o...?

    —Bueno... es que eres demasiado amable.

    Elizabeth golpeó la mesa con el libro. Emil se sobresaltó y la vio levantarse. Sintió la navajada que era su mirada y mantuvo la boca cerrada. Ella debió de pensar que había sido demasiado y se limitó a sonreír. Se alegró de que hubiera surtido efecto en él. Y luego respondió con ternura.

    —No sabes absolutamente nada de mí.

    —Pues... Desde luego que no. —Se encogió de hombros. —Pero es que no encajas en el perfil de alguien que es nazi ni que viene aquí a cometer crímenes de guerra de gratis.

    —¿Acaso no soy lo suficientemente supremacista para ti? ¿Tengo que empezar a insultarte para que entiendas lo repugnante que me resulta tu presencia?

    —Ya lo haces. —Apartó hacia un lado el libro que ella le había alcanzado, La Celestina.

    —Eres un puto moro descarado de mierda.

    —Pues bien que tardas nada en engolliparte con mi polla mora, chiquilla.

    Solo después de que ella le tirara un par de libros, le gritara una sarta de insultos raciales con rabia y se marchara dando un portazo que casi rompió el marco de la puerta, dejando a Emil solo, este se permitió esbozar una pequeña sonrisa.

    —Qué chica tan agradable.




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