Interludio 1
Roja luz de luna



 

    —Haa...

    La luna, tan brillante en el cielo.

    Apareciendo algunas noches y desapareciendo otras, como solía ocurrir en su infancia. Sin embargo, hacía mucho tiempo que había dejado de sentir nostalgia. Porque ya no había nada que pudiera saciar su hambre.

    Solo el viento siberiano sonaba en una noche tan solitaria, como la mayoría de las veces. Pero esa noche las cartas del destino se barajaron de una manera extraña y sonó el teléfono. ¿De dónde? ¿Dónde estaba esa estúpida máquina?

    Los pasos de Rurik resonaban con fuerza, desesperados. Escuchaba el timbre y finalmente lo encontró en el pasillo principal.

    —Habla Karabanov. Teniente de la División 12 —Respondió.

    —¡Ah, el mismísimo! Hostia puta, ¡qué suerte he tenido! —La voz de Lázár le dio la bienvenida, pero el sonido era entrecortado. Probablemente porque la línea ya estaba muy deteriorada y oxidada por el invierno extremo— Escúchame, chico. He oído mucho sobre tus hazañas. Lo que necesito aquí es a alguien como tú para poner a trabajar a este grupo de bebés de la 17.

    —¿Quién eres? —La cara de Rurik parecía desconcertada—. ¿Francisco? ¿El viejo y chiflado Francisco Lázár?

    —El único e inigualable. Recibirás tu copia de admisión muy pronto. A menos, claro está, que no quieras venir aquí...

    Ambos guardaron silencio y, en la oscuridad, ni siquiera se oía la respiración.

    —Iré.

    —¡Aaah, requete-genial! —El anciano parecía deleitado.— Por favor, firma los papeles y tráelos contigo. Por favor, no tardes mucho... No me queda mucho tiempo, creo...

    Ambos colgaron. Rurik miró al techo, donde la luz de la luna bañaba maravillosamente el amplio vestíbulo del edificio... y a todos los cadáveres destripados de sus compañeros que yacían pudriéndose en cada rincón de la sala.

    Las paredes. El suelo. Los muebles. Incluso una obra de arte que antes era preciosa y colgaba en lo alto tenía restos de vísceras y sangre seca pegados a ella. La luz que venía de arriba solo contrastaba aún más el rojo, mientras Rurik se sentaba en la única silla que había. Una pequeña risita. Luego, una risa histérica y aguda.

    —Oooh, sí... Por fin. —Sus manos mantuvieron la cabeza tan baja como pudieron, mientras contenía la risa antes de que se volviera mucho más insoportable. —Por fin puedo puedo mandaros a freir esparragos, camaradas.

    Se inclinó sobre la silla, hacia la pared, donde colgaba una enorme bandera de la Unión Soviética, completamente provista de manchas de sangre que acentuaban su color.

    —Ahora, realmente seré yo quien cambie el rumbo.

***

    Dos hombres trajeados pasean por la orilla de la playa de Miami. Llevan una pequeña maleta y gafas de sol.

    —¿Shadil?

    —Sí.

    Un joven alto, de piel oscura y largo cabello negro rizado, disfruta de un gran cóctel Blue Hawaiian en un bar.

    —Te han llamado para volver al trabajo. Puede que se haya filtrado información de la 17.

    —Hum, ¿y vosotros sois de la CIA? Anda que no cantáis más que una gamba en unas natillas. ¿Ni siquiera os habéis molestado en traeros bañador? —El indio se quitó las gafas de sol. —Me estoy sobrecalentando solo con veros, por favor, largaos.

    —Hum, sí, señor.

    Shadil miró su bebida y dio un sorbo.

    —Supongo que ya es hora. —Y lo dejó sobre la barra. —Oye, quédese con el cambio.

    Y el camarero solo pudo quedarse anonadado, ya que le habían dejado un billete de cien dólares como pago por la única bebida, mientras se marchaban sin dejar rastro.




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